Cuando era pequeña contaba los años que me faltaban para llegar a secundaria. Cada curso que pasaba me acercaba más a la meta, y eso me entusiasmaba. Era la promesa de una nueva vida, de empezar de cero, incluso la promesa de una de esas americanadas pastelosas con las que nos ha criado Hollywood. Me pasé todo el colegio esperando a crecer, y cuando crecí me di cuenta de que sólo quería volver a ser niña. Me di cuenta de que el instituto tan sólo era un lugar cruel, una jungla donde impera la ley del más fuerte.
Demasiado tarde.
Pero había una nueva meta: la universidad. La fiesta por todo lo alto. La vida del estudiante adulto que folla hasta con las farolas. Incluso quizás me salieran más tetas y me volviera rubia platino con los ojos verdes y empezara a ligar con jugadores de fútbol. Mantuve esa ilusión estúpida hasta que llegué a Bachillerato.
Entonces empecé a crecer, esta vez de verdad, esta vez intelectualmente, y no sólo de forma física. Empecé a echar raíces, a interesarme por las personas. Empecé a encontrar amigos de verdad, esa gente que podría contar con los dedos de una mano y aún me sobrarían unos cuantos. Gente que valía la pena. Empecé a darme cuenta de cómo era el mundo, empecé a tropezarme con paraísos perdidos, y también empecé a amar de esa forma que duele, aunque fuera un momento efímero en mi corta existencia.
Ahora ya tengo respuesta para todo. Pero se me acaba el tiempo. La época de los libros de texto gordos, las tardes con mis amigas, el increíble paisaje de Galicia y su lluvia y sus nubes y su mar azul y los lugares que han ido adquiriendo un significado para mí y todas las frases y momentos absurdos... Están llegando a su fin. Miro al futuro, ese futuro que jamás creí alcanzar, y sólo veo un enorme agujero negro que se traga toda mi adolescencia y al que no puedo evitar.
Ha llegado la hora de dejar el nido.
Me asusta. Me asusta mucho, aunque lo haya esperado durante toda mi vida. Mi familia me da igual, sólo me preocupa no saber convivir o no saber manejarme y terminar asfixiada entre un montón de mierda como si tuviera síndrome de Diógenes. Me asusta empezar de cero, porque llevaba haciéndolo toda mi vida hasta que asenté el culo en Vigo. Creo que soy de esas personas que no son de una tierra, si no de su gente. Si pudiera llevarme a la gente que me importa en una maleta, incluso aunque ellos no quieran, incluso aunque tenga que drogarlos, entonces ya no estaría ni la mitad de asustada. Pero dejo la mitad de mi vida aquí, entre mar y montañas, aún con la promesa de hacer todo lo humano y más para no perder el contacto. No quiero tener que volver a buscar a alguien especial, a alguien que valga la pena. No quiero llevarme una decepción tras otra porque la mayoría de los seres racionales son insoportables. Me niego a hacerlo otra vez y a perderme en la gran ciudad.
Y tengo miedo, en parte, de volver a mis orígenes, a no ser aceptada, y a perderme a mí misma y tener que volver a encontrarme.
Miro al futuro y no sé qué hacer, sólo veo un cuadrado negro.