jueves, 26 de julio de 2012

Allí donde solíamos gritar.

La cafetería que había escogido mi buen amigo Charles reflejaba con perfecta franqueza el esnobismo del que llevaba haciendo gala toda su existencia. Había en las paredes papel de la gama sepia que dibujaban extraños estampados a los que no les encontré ninguna gracia. Conferían esos colores un cierto aire vintage a la estancia, que ya de por sí parecía salida de una película en blanco y negro. De estos ornamentados muros colgaban cuadros de directores de películas del siglo XX, todos acompañados de una placa con su nombre y alguna frase célebre que habían soltado en un momento lúcido de su carrera. El que más destacaba era uno de Woody Allen, no sólo por su mera persona, si no por el tamaño de la foto. ''Mi forma de bromear es decir la verdad. Es la broma más divertida.'', rezaba su trozo de metal ennegrecido. 
Me paseé por la estancia y sus mesas de cristal unos segundos hasta decantarme por la que estaba más cerca de la ventana -y más libre de humo-. Un camarero con pinta de haber sido mayordomo en su otra vida me tomó la cuenta, mirándome con unos ojillos de superioridad aplastada por una vida sin ambiciones. Pedí un café que trajo con diligente eficiencia, aunque el ardiente líquido no fuera más que agua chirria demasiado amarga. Le di las gracias, le eché dos sobres de azúcar a la taza de porcelana y esperé. 
Había vuelto a encontrarme con Charles dos días atrás en el metro de Madrid. Lo reconocí por su andar cansado, algo taciturno y torcido, que ya llevaba con desconocimiento en nuestros días mozos. Llevaba además una chaqueta vieja que se había comprado en un outlet en nuestro último año de instituto. Estaba roída por el tiempo, pero bien conservada, como toda buena prenda de piel auténtica. Cuando corrí detrás de él y le di dos toquecitos en el hombro sus ojos me habían enfocado poco a poco, como si al principio creyera que solo se trataba de una indigente que mendigaba algo de dinero.Cuando vislumbró mi cara entre las sombras del pasado su sonrisa se iluminó y las gafas que debía de llevar desde hacía poco, pues en nuestros tiempos gozaba de una notable vista, se le levantaron un centímetro de la nariz, correspondiendo a su sorpresa.
-¡Emily! -exclamó-. Pero, ¿cómo no me has dicho que venías a España? ¡Bribonzuela! 
Le expliqué que me quedaba una semana y no había tenido mucho tiempo de contactar con los viejos amigos. Además, mi antigua agenda estaba perdida por algún lugar de la casa de mis padres, si no la habían tirado a la basura junto con mi ropa de niña. Aceptó mis disculpas sólo con la condición de que quedáramos el viernes en una cafetería nueva que habían abierto en el centro. Protesté, pues prefería volver a visitar la tasca en la que pasábamos las tardes de nuestra adolescencia, un lugar oscuro en el que sonaba rock de la época, pero Charles me dio la noticia de que la habían cerrado cinco años atrás.
-Las cosas no van muy bien. Un negocio como aquel no podía properar en una sociedad tan idiotizada. 
Recordamos nuestras viejas batallas en aquel bar donde habíamos conocido grupos como los Guns y nos despedimos con la promesa de volver a vernos. 
Mi viejo amigo Charles... Mi pobre y viejo amigo Charles.
Apareció por la puerta con sus torpes pasos, haciendo tintinear la campana que pendía de ella. Llevaba su desgastada chaqueta y unos vaqueros que, en contraste, eran nuevos y mantenían su color en perfecto estado. Parecía mayor. Supongo que yo también parecía mayor, pero habíamos envejecido de forma diferente. Él era un hombre de cuarenta años en cuya cara se había dibujado la desilusión ante la vida real, mientras yo saboreaba las mieles del éxito empresarial y conservaba la belleza que había disfrutado en mi juventud. 
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miércoles, 4 de julio de 2012

No me...

Ola, en una corriente. Nace, suave, en un lugar que no conozco, y mecida por la luna navega hasta la orilla, donde rompe cruelmente. Está fría, porque en esta playa no hay nada caliente. Baña mi piel empezando por los pies y siguiendo hasta la cabeza, envolviéndome en un helado manto de indiferencia. Ya no lucho contra la corriente, pero aún me mantengo firme en la arena. Mis manos agarran con desesperación las partículas desintegradas, arañan el cristal y se cortan con las afiladas conchas que se remueven en el agua. Es un ritmo constante. La ola crece, golpea con insistencia y se prepara para otra arremetida. Pero sigo sujeta a la tierra, enterrando mi cuerpo en la arena mojada aunque no sea un buen asidero. 
Mientras la marea me lleva hacia el oscuro fondo marino, ese que es tan hermoso pero esconde un gran peligro, en la orilla tiran de mi unos cangrejitos de finas y sinuosas patas. Me pellizcan la mejilla intentando despertarme del letargo, chillando con odio y miedo. Sé que están preocupados por mí, porque pronto me tragará el océano y allí no podrán seguirme. Sin embargo intento no escucharlos y sé que los negros me están mintiendo, mientras el mar clama con dulzura que me adora y susurra mi nombre a la espuma. Las sirenas acarician mi piel y su canto es hechizante. Sé que los cangrejos se están hartando de mí, y pronto será inevitable que bucee entre la sal. Pero las sirenas me atraen con tanta insistencia...
De momento el cielo está despejado, y luce un sol espléndido. El mar es azul, tanto que duele mirarlo, y brilla en la cresta de las olas que arrastran a los peces. Es hermoso, ¿verdad? Incluso él sabe que es hermoso. Sólo espera a la tormenta que llegará en cuanto me trague para escupir mis huesos sobre la tierra y sembrar con ellos palmeras de desdicha. Palmeras de las que todos se reirán, despreciable humanidad.