jueves, 29 de noviembre de 2012

Starway to Heaven.

Hacía tiempo que no vomitaba las palabras a través de la protección que me brinda una pantalla. Llevaba meses queriendo escribir lo que pienso para aclararme las ideas, hacerme una autoanalítica y diagnosticarme estupidez mental. Coger todo este revoltijo de cosas y de sentimientos y de incongruencias que llevo dentro, esparcirlo por el suelo y seleccionar cada punto uno a uno, estudiándolo detenidamente. Y llevo tanto sin tener una charla de esas conmigo misma que ya no sé si encontraré la forma de ordenar todo este desorden.
Pero por intentarlo tampoco pierdo nada.
Han pasado demasiadas cosas. En menos de seis meses he descubierto que, si bien sabía que me faltaba mucho por madurar, no veía el largo y ancho camino que aún me queda por recorrer. Pero me han hecho avanzar de una patada, me han impulsado con fuerza unos seiscientos metros más allá de donde me encontraba, y ahora trato, confusa, de encontrarme a mí misma, de ver con claridad el lugar en el que estaba y acostumbrarme a este tan nuevo y tan grande y ahora tan vacío. Por una parte he descubierto un mundo distinto, el mundo real en el que yo no soy una losa imperturbable a la que pocas cosas le afectan. Por fin he aprendido a no negar lo evidente, a ser sincera con la persona más importante de mi vida: yo. Y me ha costado 17 años. He aprendido lo que es cometer errores de verdad, tan grandes que desearías tener una máquina del tiempo, que pagarías lo que fuera por ella, sólo para volver al pasado y asesinarte en cualquier esquina por lo idiota que fuiste. Pero también he aprendido a aprender de esos errores y me he dado cuenta de que, con el tiempo, todo lo malo se convierte en bueno, aunque muchas cosas buenas terminen siendo malas.
He estado a punto de transformarme en aquello que terminé detestando. He estado a punto de convertirme en ti. Sí, poco a poco me contagiaste tu manera extraña de ver las cosas, esa manera tan contaminada que tienes, tan influida por tus héroes de papel, tan manchada por una sociedad de la que reniegas pero quieres dominar. Me pegaste la indiferencia moral hasta tal punto que creí que era algo bueno, algo que me situaría cerca de la salida de la caverna de Platón. Me embaucaste, me confundiste, me ofreciste aquello que más ansiaba y lo llamaste libertad, y después me metiste en una jaula de mentiras y desconfianza. Y yo trataba, inútilmente, de llamar tu atención tras los barrotes, te gritaba que me sacaras de ahí dentro, te gritaba que me estaba pudriendo, que estaba empezando a cogerte asco, que iban a aplastarme tus mentiras y las mentiras que creía que me contabas, porque llegó un momento en el que ya no me creí ni tu nombre ni el mío. Casi me llevas por ese sendero de falsa aventura, de falsa promesa de autodestrucción, de conocimientos, de descubrir quién soy, de quererme tanto a mí misma que tú ya no me harías falta, y entonces podría desprenderme de tu recuerdo, y de todos los lugares en los que me besaste, y por fin decir: ''todos aquellos ''yo también te quiero'' te los dije sabiendo que tú me mentías y que sabías que yo respondía a esa mentira mintiendo''. Y sonreír y girarme y caminar hacia la puesta de sol con una música triste de fondo, quizás de the Doors, la canción de The End, o quizás alguna de Bob Dylan y su toque de folk, con tus ojos siguiéndome con tristeza y melancolía pero sabiendo que se acabó, conformándose con las últimas palabras de la persona que creyó, como muchas idiotas piensan, que podría cambiar la personalidad del hombre.
He estado a punto de sucumbir, pero mi personalidad es más grande que la tuya y, aunque nunca ganó ninguna batalla, en el fondo los dos sabemos que se merece estar por encima de ti, allá dónde sólo puedas apreciarla como un diminuto punto junto al que te gustaría estar.
Es curioso, porque en realidad tú significaste mucho más para mí de lo que yo llegaré a significar nunca en tu vida. Tú ya habías vivido esa parte del camino en el que me enseñaste a creer, mientras yo daba palos de ciego muy agarradita de tu mano, pidiéndote que no me soltaras nunca. Y tú, riéndote, me llevaste hasta el borde el barranco, soltaste mi mano, me dijiste que te esperara ahí, que volverías algún día, pero que no era el momento adecuado, y me deseaste buena suerte para el sendero tan largo que me queda por recorrer para jugar a las marionetas de la forma en la que tú lo haces.
Y aquí estoy, por fin curada de mi ceguera, frente a un océano extenso, brillante e inédito, algo tan metafórico que por sí mismo es difícil de describir, dispuesta a dar el salto que me faltaba, el empujón que no me diste para descubrir qué diablos es eso del amor, aunque aún me falte una escalera hacia el cielo.

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