No era demasiado consciente de lo que pasaba. Es lo bueno de ser un niño, no te enteras de nada. La ignorancia da la felicidad, dicen, por eso los adultos están tan amargados. Incluso ahora me doy cuenta de muchas cosas que sucedieron y yo ignoraba. Me vienen a la mente como pequeñas chispas que van prendiendo en un cableado mal conectado al que resulta peligroso acercarse.
Era de noche, una de esas noches que no parecen demasiado importantes para nadie pero terminan siéndolo para ti. Estaba en la cama de una de las muchas habitaciones de las muchas casas en las que viví, esperando el nuevo día y el cambio que, indudablemente, estaba a punto de comenzar. Sabía que faltaban unas pocas horas para que se marchara y, sin embargo, no estaba nerviosa. Supongo que no lo veía como algo real, lo veía en tercera persona. Siempre suponemos que hay cosas que no te pueden pasar a ti, hasta que pasan.
Escuché los sollozos en la penumbra. Desfilaron por el pasillo como soldados que vuelven de una batalla perdida, sin esperanza y completamente destrozados, hasta llegar a mi cama y meterse entre mis sábanas. Si crees que conoces la peor sensación del mundo, espera a oír a una madre llorar. Se supone que eres tú el que tiene que hacer ese tipo de cosas y, cuando eres pequeño, casi te parece imposible que lo haga un adulto. Pero ella lo hacía y yo no supe que pensar. Bajé de la cama despacito, arrastrando la manta que me había protegido de la oscuridad desde que era pequeña. Una manta verde y con vaquitas, recuerdo. Creo que aún la tengo guardada por ahí, a mi padre no le gusta tirar nada. Abrí la puerta del salón casi con miedo, por si ella me reñía por interrumpir algo que yo no creía posible que sucediera, un ritual privado, algo íntimo. La única luz de la sala procedía de la televisión. Echaban una cutre serie tipo CSI, creo recordar. En esos momentos me pareció que no tendría que ser mi madre la que estuviera viento la tele, si no al revés, pues el espectáculo que ella ofrecía era mucho más inquietante. Allí, sentada en el sofá azul de puntitos blancos, fue la primera vez que la vi derramar una lágrima y la primera vez que supe que mi madre no era la superheroína que yo creía. La vi vulnerable. Entonces me di cuenta de que había un problema, un problema real. Me acequé a ella y la observé con los ojos muy abiertos. Era como observar un cuadro mal pintado, una mancha en la pared. No tendría que estar ahí, pero ahí estaba. Y yo era demasiado pequeña como para arreglar el cuadro o coger un trapo y llegarle a la mancha de la pared. Ella me cogió y me abrazó y me tapó con la manta que había arrastrado por el pasillo. Me apretaba con mucha fuerza y nos balanceábamos como el péndulo del reloj que había en mi colegio. Ahora me doy cuenta de que, cuando quieres a alguien de verdad, si lo abrazas te balanceas. Parece una tontería pero lo tengo comprobado. Si no me crees imagínate abrazado a alguien que no te cae muy bien y balanceándote, y luego cambialo por tu mejor amigo o tus padres. Si sigue pareciéndote raro, llámame loca, estoy acostumbrada. Me dio un último apretón y suspiró, y entonces me susurró algo:
-Vendrás conmigo cuando lo haya arreglado todo, ¿verdad?
Asentí y agaché la cabeza.
Y al final, que nos queda más que no sean recuerdos.
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