jueves, 1 de diciembre de 2011

This could be paradise.

Estoy embotada tras un precioso día en el que no he hecho absolutamente nada, pero voy a escribir de todos modos, por ser algo productiva en mi corta y caótica existencia. Voy a escribir sobre nada porque no tengo nada sobre lo que escribir; mi vida funciona así. Sólo me inspiran las cosas malas, las cosas que me hacen un pequeño nudo en la garganta que solo puedo deshacer vomitándolo sobre las teclas del ordenador. Quizás la frase haya quedado algo cargada, pero pretendo ser creativa y hoy no me desborda la originalidad. Dicen que no hay peor miedo para un escritor que una página en blanco, y por eso la he llenado de palabras sin sentido, así que me dispongo a dejar constancia de mis desordenados pensamientos que aún siguen paseándose por el examen de lengua.
Bien, alguien me propuso la siguiente cuestión una vez: ¿quiénes somos realmente? ¿Nos conocemos a nosotros mismos de verdad? La misma pregunta surgió ayer con otra persona, así que me he decidido a contestarla con todo lujo de detalles, cual obra ensayística, solo que ésta será de carácter subjetivo.

Podríamos decir que mi primera personalidad me duró hasta los trece años. Las personas no cambiamos mucho a lo largo de la vida, simplemente maduramos, unos más, otros menos, pero el carácter sigue ahí, impreso con tinta desde que berreamos por primera vez. Hasta que cumplí trece años vivía en una nube, como todos los niños. Era feliz, corría, comía, reía, jugaba y lloraba porque me había raspado una rodilla. Recuerdo que me salían moratones en la pierna de los cuales desconocía la procedencia. Simplemente aparecían, y me divertía imaginándome cómo me los había hecho. Quizás era sonámbula y por las noches deambulaba por la casa dándome golpes con las esquinas de las mesas -siempre he odiado las esquinas de las mesas, parecen hechas para golpearte el muslo con ellas-. Me pasaba el día mirando por la ventana, soñando despierta con cualquier chorrada, con que era una superheroína y salvaba el colegio de un enorme estegosaurio, con que podía volar... lo que fuera. Vivía en mi pequeño mundo imaginario y pasaba olímpicamente de la realidad; vivía, como ya dije, en las nubes. ¿Cómo era? No lo sé, creo que algo seria. Mi peor etapa fue cuando viví en Tenerife, me vació la confianza que tenía en mí misma, si es que a esas edades la tienes.
Supongo que sitúo mi segunda personalidad a partir de los trece porque es cuando llegué al instituto y me di la hostia padre contra ese muro llamado MUNDO. Muro con el que, por cierto, todos nos hemos tenido que estrellar alguna vez. Es un muro traicionero, invisible, gelatinoso, que al atravesar cambia tu forma de ver las cosas. Pongamos que a los trece años yo estaba atravesando aquella pared viscosa, pero aún me encontraba en el miedo, empapándome de la más cruda realidad. Había entrado en esa etapa a la que llamamos adolescencia. Las hormonas me hicieron ZIUM y empezaron a bailar a su propio ritmo, siguiendo un tango mortal que yo no les había enseñado ni estaba preparada para hacerlo. Así que me pasaba el día saltando, gritando y riendo. Era como volver a llevar pañales, con la excepción de que lo que llevaba eran compresas. Parecía un bebé curioso que sabía hablar y molestaba con sus palabras y no con sus llantos. Pido desde aquí mi más humilde perdón al profesor de religión que tuvo que aguantar mis estupideces y las de una amiga mía. Lo siento, profe, aunque de todas formas nunca creí en Dios.
Aún conservo esa faceta. Sigo estando loca, pero lo demuestro pocas veces. Es como si hubiera enterrado a mi yo pasado bajo tierra por el simple hecho de que me avergüenza. Y con él, he enterrado los buenos momentos que pasaba riéndome del mundo, aunque el mundo se riera de mí. Supongo que es lo que conlleva madurar, o quizás, simplemente, lo que ha pasado es que me he vuelto una sosa.
Aún cuando estaba en esa fase de segunda personalidad mi carácter era el mismo que el de antes. Seguía y sigue subyacente en mi manera de pensar. Cuando acabé cuarto de la ESO, con dieciséis años, volví a sufrir un cambio. Salí del muro llamado MUNDO para abrazar la brillante y maldita realidad. Y hasta hoy. Pero yo no lo llamaría tercera personalidad (básicamente porque me he dado cuenta de lo ridículo que suena), si no cambio de ideas. Esto tiene que ver, en gran parte, por la asignatura de historia. Que me aspen si no es cierto que adquiriendo cultura truncas tu vida entera. Comunismo, anarquismo, guerras mundiales... y PUM, me había vuelto más madura. O eso creo. Lo único que sé es que desde el invierno de mis dieciséis años no he vuelto a gritar en medio de la calle sin que me importara, o al menos no demasiado. A veces lo echo de menos, y también hecho de menos a aquellas dos rubias que me acompañaban en mis aventuras por yupilandia. Pero supongo que los mundos de yupi cerraron hace tiempo, y no me apetece soplar encima de un libro viejo para quitarle el polvo.
¿Me conozco a mí misma? No. ¿Soy esa persona divertida que era antes? No sé, dicen que soy ingeniosa, y algo cruel, que digo las verdades aunque duelan. Yo creo que las digo solo cuando me siento superior y tengo controlada la situación, porque en realidad soy algo sumisa. ¿Madura? Puede. Pero no me puedo considerar madura a mi edad. ¿Inteligente? No puedo negar eso, aunque suene egocéntrico. Y, disculpadme, pero el ego es algo que me sobra. A veces pienso que si alguien se metiera en mi cabeza se asustaría de verdad. Incluso yo me asusto a veces.


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