La mejor forma de describirla es remontándome diez años atrás. Podría decir como es ahora, pero no sería justo, ya que el tiempo se ha llevado casi toda su gracia. Recuerdo cómo era mi madre con tanta precisión que en mi cabeza sigue vigente aquella imagen de chica joven y alocada.
Tenía el pelo corto y nunca del mismo color, y es lo que más me llamaba la atención de ella. En mi inocencia creía que su peinado era de niño, y recuerdo que más de una vez le dije que se lo dejara crecer. No tenía el cabello muy fuerte, sino fino y debilucho, como la plumilla de un polluelo. Llevaba con orgullo colores tan estrafalarios como el naranja, y que me parta un rayo si no le quedaban bien. El flequillo le caía sobre los ojos, grandes y profundos. Eran pozos cuyo brillo les había abandonado, pues a mi madre nunca le resplandecía la mirada. A veces su color cambiaba con la luz, pasando del acuoso azul marino al pálido verde de la hierba escarchada en invierno. Transmitían aquellas ventanas frías poco sentimiento, pues la expresividad de mi madre se basaba en los gestos. Cuando estaba enfadada, fruncía ligeramente los finos labios y una línea rosada se dibujaba en su pálida piel. Los altos pómulos otorgaban a su rostro la superioridad de una mujer fuerte. Movía constantemente las manos, quizás demasiado grandes para una dama, para acompañar sus palabras con ellas. Recalcaba así lo que decía, como si cada palabra tuviera que ir agarrada a un gesto. A veces me ponía realmente nerviosa.
Era muy alta y yo apenas le llegaba por la cintura cuando cumplí los cinco años. Tenía las caderas muy anchas y se quejaba de que toda la comida se acumulaba en ellas. Sin embargo era delgada y tenía un viente plano y blanquito, fruto de las clases de aerobic que daba en el gimnasio. Todo en mi madre era grande: su estatura, sus manos, sus piernas... Sus pies, debo decirlo, eran dos balsas deformes cuyos dedos gordos semejaban el timón. Dicen que una persona bella es aquella que tiene los defectos muy escondidos, y en el caso de mi madre se escondían en los zapatos de tacón que solía llevar.
No era (ni es) una persona fácil. Día a día conseguía enfadarse por cien motivos distintos y gritaba por toda la casa, hablando sola, sobre lo desordenada que yo era, o vaya usted a saber. Discutíamos a menudo, como todas las familias, pero mi madre se las arreglaba para hacer el doble de ruido. Tenía poca paciencia y el malhumor le sobraba, y no había forma de rebatir sus discursos. Una sola miraba suya daba más miedo que enfrentarse a un león sin armas y con el brazo roto. Pero después de la tormenta siempre llegaba la calma, y cuando no discutíamos me hacía todo tipo de arrumacos. Me pasaba el poco tiempo que nos veíamos, ya que ella tenía que trabajar por las tardes, colgada de sus faldas. Teníamos un gato, Boris, que la adoraba. Mi madre tenía algo que encantaba a los gatos. Muchas veces los he comparado, y he decidido que mi madre era como un felino: independiente, reflexiva y autoritaria.
Era una autodidacta y lo aprendió todo de los libros y de las experiencias. Tenía una estantería llena de variopintas obras: Cumbres Borrascosas, Los Renglones Torcidos de Dios, Mujercitas, Jarrapellejos, La Cábala... Me compraba libros siempre que podía y fue ella la que me enseñó a leer más rápido que el resto y me abrió los ojos a mundos como Narnia y a escritoras como Isabel Allende. Adoraba el cine en blanco y negro y tenía una colección de películas de todo tipo. Se comparaba a sí misma con Liza Minelli en su papel de Cabaret: algo alocada y vividora. Incluso en apariencia, se parecían un poco.
Allá por Tenerife. |
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