~I~
Aquellos que tuvieron que perder.
Nada era comparable con la hediondez del Drupa Vermella. Te golpeaba en la cara como un bofetón cuando entrabas por la puerta; se te metía por los poros hasta obstruirte los sentidos cuando te internabas en ella; revoloteaba alrededor de tu pelo cuando te sentabas; te humedecía la piel cuando pedías una cerveza y te perseguía incluso cuando salías a la calle. Pero, al igual que un bofetón, el hedor iba remitiendo hasta que casi no lo sentías. Entonces era cuando podías fijarte en cosas más sutiles. Podías, si echabas un primer vistazo, notar el aire condensado que envolvía el local e impedía distinguir a un hombre grueso a más de cinco pasos. Era una neblina gris, formada por el humo del tabaco, el opio y el sudor evaporado. Si eras muy escrupuloso, observarías entonces las manchas de grasa de la mesa, la extraña pegajosidad de tu silla y el correteo de algún que otro bichejo. Pero, si eras verdaderamente suspicaz, podría llamarte la atención un tercer punto, quizás el más difícil de distinguir de todos. Había una tensión en el aire que no se dibujaba en la neblina gris del Drupa. Era como si el peligro estuviera vigente en cada esquina, como un gato agazapado. El ruido de la taberna era casi inexistente y solo lo rompían la efímera conversación de los comerciantes de la mesa cinco y el repiqueteo de los vasos que lavaba el tabernero. Al fondo del local se sentaba una anciana, como un mueble más. Comía un estofado de origen algo dudoso. Era gruesa, y su rostro arrugado estaba surcado por una cicatriz. Uno de sus ojos lo tapaba un parche, negro como la noche. Sonreía y comía en silencio, y ni el más mínimo roce de la cuchara al chocar contra el cuenco producía sonido alguno. En el Drupa Vermella no solía haber mucha clientela, al igual que en todo el pueblo no vivían más de cien personas. Pero estaban acostumbrados, la isla de Salomor, la isla Maldita, nunca había sido el hogar más solicitado.
Aquella mañana había llegado el mismo barco de siempre con provisiones para los isleños, el Áncora. Cuatro de sus marineros, los comerciantes, constituían la única charla del lugar. Eran de distintas edades y estaban acostumbrados a la isla, pero en sus voces se discernía el miedo y sus manos tocaban madera con demasiada frecuencia. Uno de ellos, el más viejo de todos, se cruzaba de brazos y callaba, reflexivo. No solía dar mucha conversación, pero aquél día su cara parecía preocupada, como si un bicho travieso le hubiera picado y ahora no pudiera dejar de pensar en ello. Sus compañeros lo ignoraban, ajenos a cualquier cosa que no fueran sus cervezas, y solo a veces el pequeño Gabriel lo miraba, interrogante. El sonido de las voces de los marineros se confundía en un concierto de bajos mezclado con la voz de tenor del más joven. No hablaban de nada que tuviera la más mínima importancia o fuera interesante, como siempre.
Por unos segundos, su cháchara quedó ahogada por el gran estruendo que hizo la puerta de la taberna al abrirse. Un enorme reguero de luz estival entró por ella, iluminando todo el local. De pronto, el Drupa pareció un lugar limpio y hogareño. Poco duró, pues la persona que había abierto la puerta volvió a cerrarla de un portazo. Los cuatro marineros alzaron la cabeza y distinguieron al tipo que habían traído a la isla hacía un mes. Recordaban que en todo el trayecto apenas había hablado, y que, cuando lo hacía, la arrogancia y la superioridad tiznaban todas sus palabras. Era alto, apuesto, y sus ojos estaban tapados por un flequillo rubio desgastado por el sol. Las razones de por qué había querido ir a parar a esa isla, solo el capitán las conocía. O no.
-¿Sigue por aquí ese Seth? -murmuró Mercu, el más desconfiado de todos-. Me han dicho que trabaja descargando con los muchachos del puerto. Si viene aquí para eso, ¿para qué venir?
El chico en cuestión alzó la mirada, y unos iris azules, casi transparentes, se posaron sobre el mercader con la furia de un iceberg. El hombre empalideció y un escalofrío recorrió su espalda. El rostro del muchacho reflejaba burla, odio e indiferencia, todo a la vez. Pero una vez más, solo un buen observador podría haberse dado cuenta de lo mucho que reflejaba aquel rostro.
Sethse dirigió al fondo de la taberna y se sentó cerca de la vieja. Posó los pies sobre la mesa, se pasó la mano por la incipiente barba de dos días y bostezó. Tenía unas bonitas manos, morenas y afiladas como dos garfios. El posadero se acercó y le sirvió un vaso de ron.
-Lo de siempre, ¿no?
Seth asintió y tomó el vaso, balanceándose sobre la silla. La vieja alzó la mirada y lo observó con el ceño fruncido.
-Te lo he dicho mil veces, muchacho. Si sigues bebiendo como un cosaco terminarás senil antes de cumplir los veinticinco- le dijo.
El ''muchacho'' observó de reojo a la vieja y sonrió. Su sonrisa era encantadora, torcida y burlona, y se dibujaba en su atractiva cara como una línea gruesa y rosada.
-Entonces me quedan cuatro años de cordura, tendré que aprovecharlos bien -sentenció su frase con un largo trago-. Desde luego, lady Farrow, me sorprendéis. Apenas he estado un mes con vos y ya sabéis que soy un triste jovenzuelo. Eso es curioso, pero desafortunadamente cierto. Claro que si no he obtenido ya todas mis facultades mentales, dudo mucho que vaya a obtenerlas después. Soy lo suficientemente maduro como para saber que quiero beber. Y seguiré bebiendo, querida.
Lady Farrow soltó una ronca carcajada, sacó una pipa de su bolsillo y la encendió con la llama de la vela de la mesa. Por unos momentos el fuego iluminó su cara, deformada por el parche y las profundas arrugas. Lo observó desde las sombras mientras que el humo del tabaco ascendía por delante de su rostro.
-Tienes una lengua saltarina, chico.
-Vaya si la tengo... -susurró Seth entre dientes, divertido-. ¿Vais a contarme hoy el origen de ese parche?
-Bueno, me quedé sin ojo, ya sabes- Lady Farrow alzó una canosa ceja, sarcástica-. Pero yo te he estado contando casi toda mi vida y no he recibido nada a cambio en toda tu estancia aquí. ¿No crees que va siendo hora de que me cuentes por qué viniste a esta isla cien veces maldita, oh gran pirata?
Seth apuró el vaso de un solo trago, acostumbrado al ardor de la bebida. Su mirada de ojos azules se perdió durante unos instantes entre el humo blanco y espeso del Drupa Vermella. Por un momento, sus iris reflejaron algo parecido a la añoranza, o quizás a la melancolía. Incluso, para alguien tan observador como Lady Farrow, podía verse un atisbo de ira en aquellos oscuros pozos.
-Mmm, podría ser, pero por favor os pido que no proclaméis mi... oficio de esa manera, sería perjudicial para mi salud.
>>Ha de saber, mi lady, que es usted la persona en la que más confío de todo Salomor -Lady Farrow carraspeó y su mirada fue severa. ''A mí no me engañas, chico, tengo demasiada experiencia''-. Es cierto, Mariel, no me observéis de ese modo. Pero, ¿en quién podría confiar si no? ¿En Guerr, el posadero? Es más avaro que un cuervo que halla visto un anillo de plata. ¿En los mozos del puerto?
-Son de tu edad, querido. Te convendrían más que tu vieja tía-abuela.
-Sí, pero su inmadurez roza la ignorancia de tal forma que, si me viera con ellos más de tiempo los horarios laborables establecidos, mis talentos se desperdiciarían. No es por presumir, pero habréis notado que, a mi temprana edad, parezco todo un adulto, tía-abuela Farrow.
-Disculpa, Seth, pero te recuerdo que adiviné tu ''temprana edad'' -le interrumpió. Sonrió, divertida. Aquel muchacho tenía una lengua de oro-. Y te he dicho que no me llames así, me haces sentir vieja.
-Eso es porque somos de la familia y la sangre tira, aunque no supieras de mí hasta hace un mes, abuelita -sonrió, burlón-. En fin, el caso es que tampoco los aldeanos son de mi agrado, obviando el hecho de que no superan la centena y solo saben levantar la hoz y la pala. Así que prefiero hablar con una camarada como vuestra merced, que ha compartido además aventuras similares a las mías.
-Deja de torturarme con mi pasado, ahora ya no soy la Capitana Farrow.
-Aún lo sois, señora. Mientras se siga hablando de vos, sereis Farrow, la Conquistadora, la Soberana del Crisol y aquella que burló al mismísimo rey de Zarmund.
-Muerta, muchacho. La Conquistadora está muerta. Es lo que todo el mundo cree, y no me conviene que se sepa lo contrario.
El chico calló, otorgando más con su silencio que con cualquier palabra. En sus ojos, brillaba la diversión.
-Vos fuisteis la pirata más famosa de vuestra época, y ahora vivís vuestros años de paz. Yo, sin embargo, me he jubilado prematuramente. No se hablará de mí como hacen sobre vos. Sin embargo sé que tengo pinta de pirata, y no sé cómo no me descubrieron. Los primeros días, el olor a sal y pólvora me delataba.
-Lo tapaba el olor a pescado del Áncora, querido. Pero, ¿cómo llegaste aquí, chico? ¿Y tu barco, tu tripulación? ¿Eras uno de a bordo o ocupabas un gran cargo? Dime, hijo, apareciste de pronto en esta isla maldita diciendo que eras mi sobrino. Debo confesar que no te creí hasta que te vi los ojos: tienes los ojos de tu abuela. Claros, claros como el hielo. Explícame, Seth, ¿qué eras tú? ¿Qué eres tú?
Seth soltó una sonora carcajada que resonó por todo el local. Los marineros de la otra mesa los miraron durante unos segundos.
-¿Qué soy yo? -cerró los ojos unos momentos-. Mi barco, mi tripulación. Eso era. Ahora ya no. Mi lady, quizás tendríais que empezar a tratarme de vos- Seth apartó las piernas de la mesa y se incorporó sobre la silla-. Yo era el capitán de un barco, el barco más rápido y feroz que hayan visto los trece mares, y tenía una tripulación tan eficiente que tomar el palacio del la reina Nerezade nos hubiera llevado menos de una semana. ¡Yo podría haber gobernado todo Zarmund! Pero mi tripulación, aunque eficiente, era muy desconfiada. Tendría que haberme imaginado que no se doblegarían ante un tipo que acaba de salir de la adolescencia.
-¿Y qué ocurrió , capitán Euseth? ¿Un motín?
Por unos momentos, el locuaz muchacho cerró la boca.
-Les di razones para que lo hicieran, la verdad -su voz volvió a cobrar su intensidad normal y se hundió de nuevo en la silla-. He revelado una parte importante de mi vida, Farrow. Ahora os toca a vos contarme lo de vuestro ojo.
Lady Farrow guardó silencio mientras tomaba unas caladas más de su pipa y analizaba al muchacho rubio y de pelo revuelto. Carraspeó.
-Me lo hizo uno de mis ex maridos -sentenció con una risotada tan grande que se reflejó en su ojo grisáceo.
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Ho, ho, ho. Un gran pirata soy. |
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