Llueve. Al tiempo nunca se le ocurre
nada original. Llueve alto, molesto, pesado. De esa forma que solo
con escuchar te cala los huesos. Llueve con insistencia, como si las
nubes quisieran demostrar algo. Llueve con un ritmo disonante que me
taladra los tímpanos. Las gotas golpean el suelo negro, formando
ondas en los charcos sucios. Mis ojos las ven grises aunque no tengan
color. Pero si caen desde un cielo gris, tienen que ser grises.
En la ciudad todo es gris.
Un hombre con una gabardina negra sale
de un supermercado cargado de bolsas. La lluvia lo sorprende y mira a
un lado y a otro de la calle, buscando un rincón donde guarecerse.
Corre hacia una esquina con las bolsas de plástico azul saltando
tras él, llevadas por una mano enguantada en cuero pasado de moda.
Lo último que veo de su persona es un puerro que sobresale de una de
las bolsas, siguiendo el ritmo frenético del estresado transeúnte.
Un gato negro sustituye la figura del hombre, doblando la esquina con
paso ágil y escondiéndose bajo un coche del color del metal. A
donde quiera que mire la gente corre o se resguarda bajo un paragüas
que mantiene una lucha con el viento para no doblarse. Nadie se da
cuenta de la presencia de nadie, los ojos están fijos en los charcos
del suelo para no meter el pie calzado en una zapatilla que
seguramente no costaba su valor.
El humo de los tubos de escape tiñe el
aire de marrón y se eleva como un angelito pérfido hacia la bóveda
celeste, corriendo, riendo, apestando a combustión de gases y
aliento de perro. Un autobús toca el claxon en la esquina este, pero
no es el mío. Su color violeta contrasta con los colores tristes de
la urbe que amanece con resaca. Tomo un sorbo de café aguado. Una
decena de peatones corre hacia el vehículo con ridículos pasitos de
momia recién levantada. A una mujer se le cae el bolso y una revista
del corazón vuela por los aires. Cae en una boca de alcantarilla y
la paradoja me hace sonreír durante unos momentos. La mujer ya ha
subido al auto y el chófer la mira con los ojos de alguien que se ha
acostumbrado a ir con prisas. La puerta hace ruido al cerrarse. El
motor gruñe al arrancar. Las ruedas chirrían cuando giran sobre su
eje. Y otra vez el tubo de escape deja escapar a uno de sus hijos
bastardos ahumados hacia el reino de los cielos donde, si de verdad
hay algún Dios, debe de tener un cáncer de pulmón descomunal. Un
cáncer que no lo cura ni Dios. Dato curioso. Me río ante el que
debe ser el peor chiste de la historia.
Bajo una berlina, en un día como
tantos, una chica espera el autobús para ir a su universidad. Viste
una chaqueta vaquera y unos pitillos negros, nada del otro mundo
porque hoy se ha levantado demasiado dormida. Su pelo del color de
las hojas de otoño le cae, largo y ondulado, por la espalda.
Supongo que si escribiera un libro
sobre este momento empezaría así, hablando directamente sobre la
protagonista. Supongo que no me lo publicarían, pero tampoco he
aspirado nunca a llegar a mucho en el mundo de la literatura. Supongo
que ese arte es un don que me ha sido vedado. Mi madre solía decirme
que se me daba bien la poesía, pero...
Cruce de miradas.
Ñick. Como una descarga eléctrica que
me chirría en el cerebro. Me llega la imagen de un mensaje
subliminal de un video viejo en cero coma dos segundos. Unos ojos
color miel que parpadean. Y me miran, y sonríen, sonríen aunque no
tienen boca, y me desafían a sonreír con ellos, y a seguir mirando,
y a desafiarlos a hacer lo mismo y desafiarlos también. Todo en cero
coma dos segundos. Demasiado rápido. Busco al dueño del mensaje
subliminal efímero, pero la llegada de un autobús demasiado grande
me lo tapa. No hay transparencia en la ciudad gris. Me levanto y doy
dos pasos hacia la parte delantera del vehículo. Un hombre con barba
me empuja sin querer. O queriendo, porque creo que me he colado. Me
pongo detrás de él. Observo. Olfateo. Busco un rastro. Ni siquiera
recuerdo dónde estaban aquellos ojos. Avanzo un puesto más en la
cola y saco la tarjeta color verde de la cartera. Subo. Una escalera,
dos. Tienen una lucecilla en el centro que siempre me ha parecido
grotesca. Pago sin saludar siquiera, porque en la ciudad gris nadie
saluda porque nadie se conoce porque nadie se molesta en conocerse ni
a sí mismo. Y miro a través de la ventana del conductor. Y puedo
escucharlo, aunque nos separe una carretera transitada por coches
metálicos que hacen ruido y sueltan ángeles marrones. Me llega
junto al aire enrarecido: la exhalación del humo de un pitillo de
liar. Siento una extraña calma, como si lo fumara yo. El pitillo se
acerca a una boca llevado por una mano grande y fina de la que pende
una pulsera de cuero. Da una calada y sonríe, y es como si esa boca
estuviera a dos centímetros de mí. En cero coma dos segundos, veo
la cara de un chico que me sonríe de forma subliminal.
El bus arranca.
Me apretujo en uno de los asientos
traseros tras abrirme paso entre los pesados cuerpos de las personas
que se acaban de levantar. No es tarea fácil, pues son como rocas
tozudas que se niegan a despertar de su sueño eterno y se dedican a
obstaculizar el camino. Sin embargo, como cada mañana, lo consigo, y
me siento con un suspiro de triunfo junto a la ventanilla. La ciudad
gris se desdibuja al otro lado, pasando por delante de mis ojos como
en un desfile militar al que no le encuentro formas. Apoyo la cabeza
en el cristal y dejo que vibre en su fría superficie, removiéndome
el cerebro y haciéndome cosquillas en la sien. La humedad de la
ventana me moja algunos mechones de cabello color castaño, o marrón
otoño, como solía decir mi madre. Y entonces la imagen vuelve, como
traída por un susurro, a mi mente, y veo aquel cigarro y aquella
boca y aquellos ojos que me desafiaban a seguir un juego que no
conozco. Los párpados se me caen y esbozo una especie de mueca, pero
no sabría decir si es de disgusto o de diversión. Le doy demasiada
importancia a las cosas pequeñas, como esta. Un simple cruce de
miradas que ya ocupa mi mente en el viaje en autobús de la mañana.
Pero todo capta mi atención, y veo la belleza de las cosas en cada
nimiedad: la caída de una hoja del árbol, una hormiga que carga con
un peso veinte veces mayor que ella, la estrella brillante que pende
del cielo todas las noches... La única estrella que se puede ver,
tan solitaria, cuyos amigos ha robado la contaminación lumínica.
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