lunes, 18 de junio de 2012

Hormigón armado.




Llueve. Al tiempo nunca se le ocurre nada original. Llueve alto, molesto, pesado. De esa forma que solo con escuchar te cala los huesos. Llueve con insistencia, como si las nubes quisieran demostrar algo. Llueve con un ritmo disonante que me taladra los tímpanos. Las gotas golpean el suelo negro, formando ondas en los charcos sucios. Mis ojos las ven grises aunque no tengan color. Pero si caen desde un cielo gris, tienen que ser grises.
En la ciudad todo es gris.
Un hombre con una gabardina negra sale de un supermercado cargado de bolsas. La lluvia lo sorprende y mira a un lado y a otro de la calle, buscando un rincón donde guarecerse. Corre hacia una esquina con las bolsas de plástico azul saltando tras él, llevadas por una mano enguantada en cuero pasado de moda. Lo último que veo de su persona es un puerro que sobresale de una de las bolsas, siguiendo el ritmo frenético del estresado transeúnte. Un gato negro sustituye la figura del hombre, doblando la esquina con paso ágil y escondiéndose bajo un coche del color del metal. A donde quiera que mire la gente corre o se resguarda bajo un paragüas que mantiene una lucha con el viento para no doblarse. Nadie se da cuenta de la presencia de nadie, los ojos están fijos en los charcos del suelo para no meter el pie calzado en una zapatilla que seguramente no costaba su valor.
El humo de los tubos de escape tiñe el aire de marrón y se eleva como un angelito pérfido hacia la bóveda celeste, corriendo, riendo, apestando a combustión de gases y aliento de perro. Un autobús toca el claxon en la esquina este, pero no es el mío. Su color violeta contrasta con los colores tristes de la urbe que amanece con resaca. Tomo un sorbo de café aguado. Una decena de peatones corre hacia el vehículo con ridículos pasitos de momia recién levantada. A una mujer se le cae el bolso y una revista del corazón vuela por los aires. Cae en una boca de alcantarilla y la paradoja me hace sonreír durante unos momentos. La mujer ya ha subido al auto y el chófer la mira con los ojos de alguien que se ha acostumbrado a ir con prisas. La puerta hace ruido al cerrarse. El motor gruñe al arrancar. Las ruedas chirrían cuando giran sobre su eje. Y otra vez el tubo de escape deja escapar a uno de sus hijos bastardos ahumados hacia el reino de los cielos donde, si de verdad hay algún Dios, debe de tener un cáncer de pulmón descomunal. Un cáncer que no lo cura ni Dios. Dato curioso. Me río ante el que debe ser el peor chiste de la historia.
Bajo una berlina, en un día como tantos, una chica espera el autobús para ir a su universidad. Viste una chaqueta vaquera y unos pitillos negros, nada del otro mundo porque hoy se ha levantado demasiado dormida. Su pelo del color de las hojas de otoño le cae, largo y ondulado, por la espalda.
Supongo que si escribiera un libro sobre este momento empezaría así, hablando directamente sobre la protagonista. Supongo que no me lo publicarían, pero tampoco he aspirado nunca a llegar a mucho en el mundo de la literatura. Supongo que ese arte es un don que me ha sido vedado. Mi madre solía decirme que se me daba bien la poesía, pero...
Cruce de miradas.
Ñick. Como una descarga eléctrica que me chirría en el cerebro. Me llega la imagen de un mensaje subliminal de un video viejo en cero coma dos segundos. Unos ojos color miel que parpadean. Y me miran, y sonríen, sonríen aunque no tienen boca, y me desafían a sonreír con ellos, y a seguir mirando, y a desafiarlos a hacer lo mismo y desafiarlos también. Todo en cero coma dos segundos. Demasiado rápido. Busco al dueño del mensaje subliminal efímero, pero la llegada de un autobús demasiado grande me lo tapa. No hay transparencia en la ciudad gris. Me levanto y doy dos pasos hacia la parte delantera del vehículo. Un hombre con barba me empuja sin querer. O queriendo, porque creo que me he colado. Me pongo detrás de él. Observo. Olfateo. Busco un rastro. Ni siquiera recuerdo dónde estaban aquellos ojos. Avanzo un puesto más en la cola y saco la tarjeta color verde de la cartera. Subo. Una escalera, dos. Tienen una lucecilla en el centro que siempre me ha parecido grotesca. Pago sin saludar siquiera, porque en la ciudad gris nadie saluda porque nadie se conoce porque nadie se molesta en conocerse ni a sí mismo. Y miro a través de la ventana del conductor. Y puedo escucharlo, aunque nos separe una carretera transitada por coches metálicos que hacen ruido y sueltan ángeles marrones. Me llega junto al aire enrarecido: la exhalación del humo de un pitillo de liar. Siento una extraña calma, como si lo fumara yo. El pitillo se acerca a una boca llevado por una mano grande y fina de la que pende una pulsera de cuero. Da una calada y sonríe, y es como si esa boca estuviera a dos centímetros de mí. En cero coma dos segundos, veo la cara de un chico que me sonríe de forma subliminal.
El bus arranca.

Me apretujo en uno de los asientos traseros tras abrirme paso entre los pesados cuerpos de las personas que se acaban de levantar. No es tarea fácil, pues son como rocas tozudas que se niegan a despertar de su sueño eterno y se dedican a obstaculizar el camino. Sin embargo, como cada mañana, lo consigo, y me siento con un suspiro de triunfo junto a la ventanilla. La ciudad gris se desdibuja al otro lado, pasando por delante de mis ojos como en un desfile militar al que no le encuentro formas. Apoyo la cabeza en el cristal y dejo que vibre en su fría superficie, removiéndome el cerebro y haciéndome cosquillas en la sien. La humedad de la ventana me moja algunos mechones de cabello color castaño, o marrón otoño, como solía decir mi madre. Y entonces la imagen vuelve, como traída por un susurro, a mi mente, y veo aquel cigarro y aquella boca y aquellos ojos que me desafiaban a seguir un juego que no conozco. Los párpados se me caen y esbozo una especie de mueca, pero no sabría decir si es de disgusto o de diversión. Le doy demasiada importancia a las cosas pequeñas, como esta. Un simple cruce de miradas que ya ocupa mi mente en el viaje en autobús de la mañana. Pero todo capta mi atención, y veo la belleza de las cosas en cada nimiedad: la caída de una hoja del árbol, una hormiga que carga con un peso veinte veces mayor que ella, la estrella brillante que pende del cielo todas las noches... La única estrella que se puede ver, tan solitaria, cuyos amigos ha robado la contaminación lumínica.

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